De "Los cuentos de Laila"

De MILONGAS y suburbios
un cuento de Laila Beret


Salí de la ducha, mi cuerpo agradeció el baño caliente y el vapor relajando todos mis músculos. Me asomé a la ventana, caía la noche en Buenos Aires. Una débil llovizna dejaba el empedrado de aquel antiguo barrio como un espejo en el que se reflejaban las luces tenues de las farolas.
A lo lejos, entre la bruma del río que envolvía la ciudad, se divisaban los intermitentes carteles luminosos que llenaban de colores vivos la incipiente oscuridad.
Volví sobre mis pasos, me sequé el cabello tratando de acomodarlo y decidí no recogerlo. Esta vez la melena larga, oscura y algo rizada por la humedad sería apropiada.
Extendido sobre la cama observé aquel maravilloso vestido que iba a estrenar.
Negro, con pequeñas lentejuelas; de tirantes, escote generoso y espalda totalmente descubierta. De tela suave tan adherida al cuerpo que me obligó a prescindir del sujetador. Cogí las braguitas de encaje también negro y las medias haciendo juego.
Sentada al borde de la cama me dispuse a cumplir el ritual de calzarme los zapatos, nunca nuevos para estas ocasiones, mejor unos con los que sentirse cómoda. De reluciente charol y tacones que estilizan y tensan las piernas.
Un poco de maquillaje, lo justo, y la boca color vino oscuro.
El espejo me devolvió una imagen más sexy de lo que esperaba. Vaya! ese vestido, la abertura lateral por donde asomaba con descaro la pierna, los tacones...había sido una buena elección.
Cogí un bolso pequeño, el abrigo y las llaves.
Atravesé el vestíbulo a toda prisa. El recepcionista del hotel me hizo señas indicándome que el taxi ya estaba esperándome en la puerta.
Después de un corto trayecto, sorteando la mirada sin escrúpulos del taxista al bajar del coche, entré en el salón.
Aquí los llaman milongas y son lugares donde la gente va a bailar tango.
Dejé el abrigo y el bolso en el guardarropas. Me acomodé en una de las pequeñas mesas distribuidas alrededor de una enorme pista de baile.
Al sentirme observada opté por enderezarme en la silla y cruzar con aire provocativo las piernas. Después de todo las mujeres que estábamos allí sentadas o en la pista de baile, sabíamos que íbamos a ser juzgadas por las miradas de aquellos hombres que estaban más interesados en ver cómo nos movíamos.
Pedí una copa de vino blanco y esperé.
Enseguida apareció un hombre un tanto mayor, de apariencia muy cuidada que con gesto amable me invitó a bailar.
Salimos a la pista, entrelazamos los pies en una serie pasos complejos. Al hombre se le daba bien, se notaba que de esto sabía. Cuando la música paró, se acercó y en tono halagador me dijo – Bailas muy bien.
Dejaba la pista cuando vi que cerca de la entrada un hombre de aspecto joven y arrogante no dejaba de mirarme. De soslayo pude reparar en su aspecto. Se había esmerado en elegir unos pantalones de corte ancho con pinzas y una camisa negra que al tener los primeros botones desabrochados le daban un aire desenfadado en contraste con el pelo peinado con gomina, muy al estilo tanguero.
Alto, de pelo oscuro, espalda ancha y cuerpo armonioso. Supuse que practicaría algún deporte. Qué más se podía pedir.
Dejé la copa ya vacía sobre la mesa cuando escuché los primeros acordes de "A Evaristo Carriego" ,un tango poco conocido, pero uno de mis preferidos.
Y ahí estaba él, acercándose con paso decidido, con un andar que rebosaba erotismo. Como salido de una película de cine mudo, sin invitación previa, tiró suavemente de mi mano disponiéndome en un solo movimiento frente a él en la pista.
Al cogerme por encima de la cintura, sujetándome firmemente, una especie de cosquilleo eléctrico me recorrió el cuerpo. Quedé sorprendida ante esta reacción.
Empezamos a bailar...dos, tres pasos y nos acoplamos perfectamente. Dios! Era delicioso! Él sabía “mandar” y yo me pegaba a él como un guante para seguir cada uno de sus exquisitos movimientos.
Entregada al ritmo de la música y a las órdenes de sus manos hábiles me dejé llevar.
En cada giro sentía que aumentaba la sensación de embriaguez.
Entonces alcé los ojos para encontrarme con los suyos, turbios, enmarcados por una media sonrisa provocadora. No dejamos de mirarnos. El baile se transformó en un ritual de sensualidad que me nublaba la mente.
Movíamos las piernas con total sincronía. Los roces eran cada vez más sugerentes.
Volcó mi cuerpo atrás, se inclinó sobre él, hundió su nariz en mi escote y aspiró a la vez que deslizaba su mano hasta mi cintura. En el paso deliberado de aquel recorrido lento, mi cuerpo respondió revelando el bulto de mis pezones a través de la tela, dejando entrever que la excitación se iba apoderando de mí.
Me incorporó y apoyando sólo una de sus manos en mi nuca volvió a moverse esperando esta vez que yo decidiera cómo seguir.
Entonces, en el anhelo de continuar el juego, contoneándome en cada paso, me fui acercando hasta acoplarme a él. Subiendo deliberadamente la pierna hasta su cadera, incitándolo a acariciar lo que la abertura lateral del vestido había dejado al descubierto.
Estaba húmeda, excitada.
Haciéndome girar repentinamente sobre mi eje, quedé de espaldas. Deslizó su mano suavemente por mi vientre y me pegó más a él haciéndome los honores con su virilidad.
Y bailamos hacia atrás, volvimos a enfrentarnos y a girar. Sentía su respiración agitada, su boca en mi pelo y un aroma delicioso emanando de su piel. Él era todo pasión.
La música se tornó más intensa, más voluptuosa. En cada acorde aletargado su mano no dejaba de rozar con intención mi espalda desnuda. Me indicaba hacía dónde tenía que dar el siguiente paso, hacia dónde iba a dirigir ahora mi deseo.
Perdida en ese torbellino de sensaciones me separó, sin soltarme, para luego tirar de mí hasta quedar enlazada con una de mis piernas a su cintura y su cuerpo encima del mío obligándome a extenderme hacia atrás con total entrega. Desde la base de la nuca un espiral meloso y caliente descendió hasta mi entrepierna.
Ése fue el último acorde.
Parados en la pista, sintiendo aún el ritmo frenético de mis latidos y adivinando los suyos, pensé si los demás se habrían dado cuenta.
Me ruboricé al considerar esa opción.
Había alcanzado el mayor éxtasis que jamás había siquiera imaginado en sólo 4 minutos y 50 segundos.
Empujándome suavemente, sacándome de mi ensoñación, me indicó el camino para abandonar la pista.
Un beso en la mano y otro en el límite entre la mejilla y el cuello fue su saludo que sonó a promesa, y así sin más salió por la puerta.
No lo podía creer. Se iba y me dejaba así.
Qué me había perdido de este hombre si sólo bailando había tenido ese efecto en mí. Me estremecí de sólo imaginarlo.
Estaba claro que no iba a quedarme allí.
Fui hacia el guardarropas, tardé más de lo esperado en rescatar bolso y abrigo. Volví a subir a un taxi.
Detrás del mostrador estaba atento el mismo recepcionista que esta vez me saludó con una sonrisa cómplice.
Coloqué las llaves en posición cuando me percaté que la puerta estaba abierta...entré despacio en el cuarto en penumbras y ahí estaba. Cómo no reconocerlo. Su figura ancha se recortaba contra la ventana. Una copa en la mano, de espaldas a mí, absorbiendo la noche de una misteriosa Buenos Aires.


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2 comentarios :

  1. Dame la dirección de esa sala de baile... Jajaj!!

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    1. Hola Isabel! Salas de este tipo hay muchas en Buenos Aires, ahora que suceda lo que en el cuento ya depende de tu imaginación.:)

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