un cuento de Laila Beret
A
lo lejos, entre la bruma del río que envolvía la ciudad, se
divisaban los intermitentes carteles luminosos que llenaban de
colores vivos la incipiente oscuridad.
Volví
sobre mis pasos, me sequé el cabello tratando de acomodarlo y decidí
no recogerlo. Esta vez la melena larga, oscura y algo rizada por la
humedad sería apropiada.
Extendido
sobre la cama observé aquel maravilloso vestido que iba a estrenar.
Negro, con pequeñas lentejuelas; de tirantes, escote generoso y espalda totalmente descubierta. De tela suave tan adherida al cuerpo que me obligó a prescindir del sujetador. Cogí las braguitas de encaje también negro y las medias haciendo juego.
Negro, con pequeñas lentejuelas; de tirantes, escote generoso y espalda totalmente descubierta. De tela suave tan adherida al cuerpo que me obligó a prescindir del sujetador. Cogí las braguitas de encaje también negro y las medias haciendo juego.
Sentada
al borde de la cama me dispuse a cumplir el ritual de calzarme los
zapatos, nunca nuevos para estas ocasiones, mejor unos con los que
sentirse cómoda. De reluciente charol y tacones que estilizan y
tensan las piernas.
Un
poco de maquillaje, lo justo, y la boca color vino oscuro.
El
espejo me devolvió una imagen más sexy de lo que esperaba. Vaya!
ese vestido, la abertura lateral por donde asomaba con descaro la
pierna, los tacones...había sido una buena elección.
Cogí
un bolso pequeño, el abrigo y las llaves.
Atravesé
el vestíbulo a toda prisa. El recepcionista del hotel me hizo señas
indicándome que el taxi ya estaba esperándome en la puerta.
Después
de un corto trayecto, sorteando la mirada sin escrúpulos del taxista
al bajar del coche, entré en el salón.
Aquí
los llaman milongas y son lugares donde la gente va a bailar tango.
Dejé
el abrigo y el bolso en el guardarropas. Me acomodé en una de las
pequeñas mesas distribuidas alrededor de una enorme pista de baile.
Al
sentirme observada opté por enderezarme en la silla y cruzar con
aire provocativo las piernas. Después de todo las mujeres que
estábamos allí sentadas o en la pista de baile, sabíamos que
íbamos a ser juzgadas por las miradas de aquellos hombres que
estaban más interesados en ver cómo nos movíamos.
Pedí
una copa de vino blanco y esperé.
Enseguida
apareció un hombre un tanto mayor, de apariencia muy cuidada que con
gesto amable me invitó a bailar.
Salimos
a la pista, entrelazamos los pies en una serie pasos complejos. Al
hombre se le daba bien, se notaba que de esto sabía. Cuando la
música paró, se acercó y en tono halagador me dijo – Bailas muy
bien.
Dejaba
la pista cuando vi que cerca de la entrada un hombre de aspecto joven
y arrogante no dejaba de mirarme. De soslayo pude reparar en su
aspecto. Se había esmerado en elegir unos pantalones de corte ancho
con pinzas y una camisa negra que al tener los primeros botones
desabrochados le daban un aire desenfadado en contraste con el pelo
peinado con gomina, muy al estilo tanguero.
Alto,
de pelo oscuro, espalda ancha y cuerpo armonioso. Supuse que
practicaría algún deporte. Qué más se podía pedir.
Y
ahí estaba él, acercándose con paso decidido, con un andar que
rebosaba erotismo. Como salido de una película de cine mudo, sin
invitación previa, tiró suavemente de mi mano disponiéndome en un
solo movimiento frente a él en la pista.
Al
cogerme por encima de la cintura, sujetándome firmemente, una especie
de cosquilleo eléctrico me recorrió el cuerpo. Quedé sorprendida
ante esta reacción.
Empezamos
a bailar...dos, tres pasos y nos acoplamos perfectamente. Dios! Era
delicioso! Él sabía “mandar” y yo me pegaba a él como un
guante para seguir cada uno de sus exquisitos movimientos.
Entregada
al ritmo de la música y a las órdenes de sus manos hábiles me dejé
llevar.
En
cada giro sentía que aumentaba la sensación de embriaguez.
Entonces
alcé los ojos para encontrarme con los suyos, turbios, enmarcados
por una media sonrisa provocadora. No dejamos de mirarnos. El baile
se transformó en un ritual de sensualidad que me nublaba la mente.
Movíamos
las piernas con total sincronía. Los roces eran cada vez más
sugerentes.
Volcó
mi cuerpo atrás, se inclinó sobre él, hundió su nariz en mi
escote y aspiró a la vez que deslizaba su mano hasta mi cintura. En
el paso deliberado de aquel recorrido lento, mi cuerpo respondió
revelando el bulto de mis pezones a través de la tela, dejando
entrever que la excitación se iba apoderando de mí.
Me
incorporó y apoyando sólo una de sus manos en mi nuca volvió a
moverse esperando esta vez que yo decidiera cómo seguir.
Entonces,
en el anhelo de continuar el juego, contoneándome en cada paso, me
fui acercando hasta acoplarme a él. Subiendo deliberadamente la pierna
hasta su cadera, incitándolo a acariciar lo que la abertura lateral
del vestido había dejado al descubierto.
Estaba
húmeda, excitada.
Haciéndome
girar repentinamente sobre mi eje, quedé de espaldas. Deslizó su
mano suavemente por mi vientre y me pegó más a él haciéndome los
honores con su virilidad.
Y
bailamos hacia atrás, volvimos a enfrentarnos y a girar. Sentía su
respiración agitada, su boca en mi pelo y un aroma delicioso
emanando de su piel. Él era todo pasión.
La
música se tornó más intensa, más voluptuosa. En cada acorde
aletargado su mano no dejaba de rozar con intención mi espalda
desnuda. Me indicaba hacía dónde tenía que dar el siguiente paso,
hacia dónde iba a dirigir ahora mi deseo.
Perdida
en ese torbellino de sensaciones me separó, sin soltarme, para luego
tirar de mí hasta quedar enlazada con una de mis piernas a su
cintura y su cuerpo encima del mío obligándome a extenderme hacia
atrás con total entrega. Desde la base de la nuca un espiral meloso y caliente
descendió hasta mi entrepierna.
Ése
fue el último acorde.
Parados
en la pista, sintiendo aún el ritmo frenético de mis latidos y
adivinando los suyos, pensé si los demás se habrían dado cuenta.
Me
ruboricé al considerar esa opción.
Había
alcanzado el mayor éxtasis que jamás había siquiera imaginado en
sólo 4 minutos y 50 segundos.
Empujándome
suavemente, sacándome de mi ensoñación, me indicó el camino para
abandonar la pista.
Un
beso en la mano y otro en el límite entre la mejilla y el cuello fue
su saludo que sonó a promesa, y así sin más salió por la puerta.
No
lo podía creer. Se iba y me dejaba así.
Qué
me había perdido de este hombre si sólo bailando había tenido ese
efecto en mí. Me estremecí de sólo imaginarlo.
Estaba
claro que no iba a quedarme allí.
Fui
hacia el guardarropas, tardé más de lo esperado en rescatar bolso y
abrigo. Volví a subir a un taxi.
Detrás
del mostrador estaba atento el mismo recepcionista que esta vez me
saludó con una sonrisa cómplice.
Coloqué
las llaves en posición cuando me percaté que la puerta estaba
abierta...entré despacio en el cuarto en penumbras y ahí estaba. Cómo no reconocerlo. Su figura ancha se recortaba contra la ventana.
Una copa en la mano, de espaldas a mí, absorbiendo la noche de una
misteriosa Buenos Aires.
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Dame la dirección de esa sala de baile... Jajaj!!
ResponderEliminarHola Isabel! Salas de este tipo hay muchas en Buenos Aires, ahora que suceda lo que en el cuento ya depende de tu imaginación.:)
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